En la industria automotriz, llegar a lo más alto suele ir acarreado a tener que reinventarse a fin de no caer de nuevo en la derrota. De esta manera, resulta curiosa la cantidad de marcas que, justo tras haber vivido su mejor momento, caen en desgracia sin motivo aparente. De hecho, en el motociclismo algunas lo dejaron en alto antes de ser barridas definitivamente por la inercia de los tiempos. Algo que ejemplifica muy bien lo ocurrido con MV Agusta en los setenta y, a la forma y manera contraria, lo interpretado por la Honda TLR. La saga que consiguió salvar a la casa japonesa de un importante declive justo durante los años en los que el Trial estaba cambiando nuevamente.
Pero vayamos por partes. Para empezar, hemos de fijarnos en la figura de Eddy Leujeune. Nacido en 1961, este belga es uno de esos deportistas alejados del canon imperante. Algo así como lo que fue Laurent Fignon en el ciclismo, siempre caracterizado por sus gafas redondas a modo de intelectual en medio de un pelotón donde no abundaba precisamente ese perfil. Siguiendo esta estela, Leujeune tampoco parecía hecho para el Trial. Es más, sus gafas y expresión no parecían propias de alguien dispuesto a llenar de ruidos estridentes una zona de campo. Sin embargo, nació en una familia con amplia tradición motociclista.
De esta manera, pudo demostrar desde la infancia sus habilidades y equilibrios en el Trial. De hecho, debutó en el mundial con tan sólo 17 años, logrando tres títulos consecutivos desde 1982 hasta 1984. Todos ellos con Honda, la cual seguía aferrada al pesado diseño de cuatro tiempos con el cual venía compitiendo desde los setenta. Todo un problema, ya que el mercado se estaba llenando con efectivas y ligeras máquinas de dos tiempos capaces de hacer sombra a las Honda. Es más, el principal rival de Leujeune – especialmente a partir de 1985 – era Thierry Michaud con su innovadora Fantic 301.
A comienzos de los ochenta el mundo del Trial empezaba a llenarse con monturas de dos tiempos más ligeras que la Honda, algo que supuso un verdadero reto para la empresa japonesa
Honda TLR, la última respuesta de los cuatro tiempos
Mientras las monturas de dos tiempos iban ganando terreno tanto en el Mundial como en los concesionarios, Honda estaba cada vez más cuestionada en su hegemonía. No obstante, crear desde cero una nueva gama de trialeras ligeras con motores de dos tiempos representaba un esfuerzo financiero inasumible para la casa japonesa. Más aún cuando, dado lo rápido que estaba evolucionando el mercado, esto se debía hacer a la mayor brevedad posible.
Así las cosas, la única solución plausible parecía adecuar sus monturas de cuatro tiempos a la situación. De esta manera, en 1980 tomaron como base la RTL con la que Leujeune ganó el primer mundial para desarrollar dos nuevas motocicletas bajo el nombre comercial de TLR, una con 200 y otra con 250 centímetros cúbicos. Con todo ello, la verdad es que estas nuevas Honda parecían nacer ya anticuadas aunque, en verdad, ocurrió justo lo contrario.
Y es que, lejos de perecer entre las nuevas dos tiempos con monoamortiguador, las Honda TLR daban un comportamiento fiable y mucho más liviano de lo que pudiera parecer usando como base un motor cuatro tiempos que, a muchos, les recordaba los tiempos clásicos del Trial en el Reino Unido. Es decir, daba algo diferente y muy especial. Algo capaz de atraer no sólo a cualquier purista, sino también a multitud de usuarios no muy especializados que valorasen el bajo consumo y la resistencia más que otras cualidades enérgicas.
Gracias a su carácter robusto, esta motocicleta agradó tanto a gran parte del público general como a buena parte de los aficionados más puristas y nostálgicos
Llegados a este punto, desde 1982 en adelante las Honda TLR 200/250 gozaron de un notable éxito hasta que, a finales de la década, la marca tuvo que replegarse a sus cuarteles de invierno con el objetivo de crear, desde cero, máquinas al hilo de los tiempos. No obstante, en el recuerdo de los aficionados estas trialeras con cuatro tiempos guardan una posición privilegiada, teniendo como única pega realmente reseñable la falta de progresividad de su embrague, el cual parecía comportarse de una manera mucho más radical que su suave y predecible funcionamiento de su motor a bajas vueltas.
Miguel Sánchez
Todo vehículo tiene al menos dos vidas. Así, normalmente pensamos en aquella donde disfrutamos de sus cualidades. Aquella en la que nos hace felices o nos sirve fielmente para un simple propósito práctico. Sin embargo, antes ha habido toda una fase de diseño en la que la ingeniería y la planificación financiera se han conjugado para hacerlo posible. Como redactor, es ésta la fase que analizo. Porque sólo podemos disfrutar completamente de algo comprendiendo de dónde proviene.COMENTARIOS