De cara a entender la explosión de pequeñas empresas motociclistas dada en la España de los años cuarenta y cincuenta, no se puede pasar por alto la importancia de los motores Villiers. Fiables, económicos y solventes, estos propulsores allanaron el camino a no pocas iniciativas empresariales resolviendo la costosa cuestión del diseño mecánico. Más aún cuando, desde 1953, dejaron de ser un producto importado para fabricarse bajo licencia en Barcelona por parte de la Hispano-Villiers. No obstante, algunas de aquellas marcas – en su mayoría finalmente condenadas tras la aparición del 600 y la expansión del automovilismo – tuvieron la valentía y capacidad de patentar sus propios motores. Un hecho que, sin duda, marcó totalmente a la Mymsa A-1 de 1953.
No obstante, de cara a entender la génesis de este modelo – el primero de la marca – lo mejor será remontarnos hasta los años veinte del pasado siglo. Momento en el que Francesc Aragall pasó de trabajar arreglando carruajes al montaje de carrocerías en Ford Motor Ibérica. Concretamente en su planta barcelonesa, inaugurada tras cerrar la situada en la zona franca del puerto de Cádiz. Así las cosas, el espíritu emprendedor de Aragall lo animó a fundar sus propios talleres de reparación antes del estallido de la Guerra Civil. Un lugar donde, además de solucionar todo tipo de incidencias relativas a la mecánica y la chapa, sus hijos se criaron en plena familiaridad con todo lo relativo al mundo automotriz.
Bajo aquel contexto, aquellos dos hermanos diseñaron en 1951 el motor que habría de convertirse en la piedra fundacional de la futura Mymsa. Un monocilíndrico a la manera italiana, aunque inspirado en los planos de los ingenios DKW cuyas patentes quedaron liberadas tras las Segunda Guerra Mundial. Todo ello con la sempiterna cilindrada turismo de octavo de litro y una potencia de 5,1 CV a 5.000 revoluciones por minuto, con culata de aluminio y alimentación mediante un carburador dell’Orto de 18 milímetros. Además, en lo relativo al consumo éste se situaba en unos 2,5 litros cada cien kilómetros. Todo correcto aunque, ¿sería fiable? Sólo podía llegar a saberse mediante una prueba de resistencia tan concluyente como espectacular.
Mientras muchas marcas optaron por incorporar motores fabricados por empresas externas, Mymsa utilizó un motor de diseño propio patentado en 1951 como piedra fundacional de su primera gama
Mymsa A-1, probada a conciencia
Más allá del banco de pruebas están las situaciones reales. Un ámbito de prueba al que ha de enfrentarse toda mecánica en su fase de desarrollo. No obstante, ¿cómo hacer esto con un motor sin bastidor asignado? Justo el problema al que se enfrentaron los hermanos Aragall, resolviendo la cuestión con el chasis de una Ardilla 125. La motocicleta fabricada en Barcelona por Industrias del Plata S.A, usada aquí como improvisada mula de pruebas para el motor que habría de ser la base de Mymsa.
Así las cosas, en 1952 un equipo técnico y tres pilotos asentaron un campamento improvisado en los jardines de la Cruz de Pedralbes con el objetivo de hacer rodar al prototipo de la Mymsa A-1 durante una semana seguida sin más pausas que las necesarias para repostar. Todo un reto que tendría como escenario un trazado urbano conformado por las avenidas Esplugues y Diagonal junto a parte de carretera.
Superado satisfactoriamente, quedaba claro cómo el diseño de aquel monocilíndrico de dos tiempos había sido un acierto frente a la hipotética compra de motores fabricados por terceros. Y es que, no en vano, el uso de mecánica propias – si eran buenas – daba un cierto halo de prestigio e innovación. De hecho, en 1955 Mymsa fue noticia en los medios gracias a las pruebas realizadas con su Experimental carenada. Un prototipo que, lejos de querer entrar a la competición, sirvió como excusa para probar un nuevo tipo de suspensión helicoidal. Llegados a este punto, resulta imposible poner en duda el carácter inquieto de la familia Aragall así como su pericia mecánica.
No sólo fue una buena motocicleta turismo, sino que también resultó bastante común en las parrillas de salida de las carreras celebradas a mediados de los años cincuenta
Pero volvamos a la Mymsa A-1. Y es que, tras superar aquella prueba de resistencia, se decidió a lanzarse de lleno a la fabricación de una motocicleta propia sustituyendo el chasis de la Ardilla 125 por otro de diseño propio. De esta manera, para 1953 se presentó un prototipo a homologación con bastidor de doble cuna en acero, suspensión telescópica hidráulica en la delantera y basculante con amortiguadores hidráulicos en la trasera. Así las cosas, la Mymsa A-1 se presentó a finales de aquel año como una máquina fiable, práctica, cómoda y dotada de un funcionamiento limpio. Es decir, se trataba de una turismo perfectamente usable en el día a día así como en viajes ocasionales, capaz de competir con las Montesa gracias a su buena calidad de ensamblado y materiales. Además, incluso fue relativamente popular en carreras de la época como las primeras 24 Horas de Montjüic en 1955. Sin duda un excelente inicio para Mymsa aunque, desgraciadamente, el fiasco creado por la X-13 y su chapa estampada – así como la nueva reglamentación para ciclomotores aprobada a comienzos de los sesenta – obligaron a su cierre en 1963.
Miguel Sánchez
Todo vehículo tiene al menos dos vidas. Así, normalmente pensamos en aquella donde disfrutamos de sus cualidades. Aquella en la que nos hace felices o nos sirve fielmente para un simple propósito práctico. Sin embargo, antes ha habido toda una fase de diseño en la que la ingeniería y la planificación financiera se han conjugado para hacerlo posible. Como redactor, es ésta la fase que analizo. Porque sólo podemos disfrutar completamente de algo comprendiendo de dónde proviene.COMENTARIOS