Desde que hicieran sus primeros escarceos en el Mundial o el TT de la Isla de Man a finales de los años cincuenta, los fabricantes nipones salieron al asalto del mercado occidental en todas y cada una de sus categorías, especialidades y segmentos. Provistos de una inigualable inteligencia para rendir al máximo en la logística, la fabricación y la comercialización éstos lograron penetrar en países con una tradición motociclista consolidada como Estados Unidos, Alemania o Reino Unido.
Y no sólo eso; lo hicieron para ganar, ofreciendo unos productos con excelente relación calidad/precio capaces de desplazar a las marcas locales en pos de sus modelos cada vez más rápidos, eficientes y prestacionales. En suma, durante la década de los años sesenta el mundo de las dos ruedas motorizadas vivió una revolución sin igual bajo la cual, tanto en los concesionarios como en las pistas del Mundial, el mundo de la motocicleta pasaba a hablar japonés.
Es más, los pocos mercados capaces de contener este tsunami tan sólo fueron aquellos que, como en el caso de España, contaban con una férrea política proteccionista. Política que, dicho sea de paso, terminó cayendo por su propio peso durante los años ochenta para abrir así las puertas a lo japonés. De hecho, el caso español es un buen ejemplo en este sentido ya que aquí los fabricantes nipones no sólo arrasaron en ventas, sino que incluso llegaron a comprar las instalaciones fabriles de antiguas referencias locales.
La competencia ejercida por las marcas japonesas fue implacable, acercando al público máquinas innovadoras con una excelente relación calidad / precio. Un despertar a la competitividad mundial que muchas marcas marcas occidentales llevaron francamente mal
Dicho esto, los inicios de aquel desembarco se llevaron por delante marcas y modelos de lo más variopinto. Uno de ellos el BMW R27, cuyo dominio comercial en el sector del cuarto de litro alemán se vio seriamente cercado por las nuevas creaciones japonesas; tales como la Honda CB72, en cuya versión Super Sport empezaba a cuestionar incluso a las deportivas con factura británica.
Y vaya, lo cierto es que aquel acoso y derribo a la R27 fue bastante significativo. No en vano, ésta fue la máxima expresión, el último grito, para una amplia saga de monocilíndricos lanzados por BMW en 1925 como una línea complementaria, de acceso, a sus icónicos modelos con motores bóxer de dos cilindros.
Asimismo, su mecánica con 247 centímetros cúbicos, refrigeración por aire y cuatro tiempos para rendir 18 CV a 7.400 revoluciones por minuto era toda una garantía en rutas largas. Más aun si le sumaba una excelente fiabilidad en la cual la transmisión por cardán o la horquilla telescópica delantera tenían mucho que decir.
Todo ello ultimado con una extraordinaria suavidad de manejo, en gran medida gracias a la incorporación de “silentblocks” de goma a fin de acomodar el motor sobre el bastidor. Dicho esto, en 1966 -y tras más de 15.000 unidades vendidas- BMW descontinuó a la R27 decidida a responder el tsunami japonés por otras vías. De hecho la casa germana no volvió a fabricar un monocilíndrico hasta que en 1993, 27 años más tarde, presentara su F650 esta vez ya con transmisión por cadena.
De todos modos, la R27 vivió una curiosa prolongación de su tiempo en cadena de producción gracias a la madrileña ROA, la cual ensambló unidades de la misma -combinando piezas alemanas con otras de producción local- hasta 1971. Por cierto, la mayor parte de ellas destinadas a la Guardia Civil de Tráfico para gran preocupación de Sanglas.
Miguel Sánchez
Todo vehículo tiene al menos dos vidas. Así, normalmente pensamos en aquella donde disfrutamos de sus cualidades. Aquella en la que nos hace felices o nos sirve fielmente para un simple propósito práctico. Sin embargo, antes ha habido toda una fase de diseño en la que la ingeniería y la planificación financiera se han conjugado para hacerlo posible. Como redactor, es ésta la fase que analizo. Porque sólo podemos disfrutar completamente de algo comprendiendo de dónde proviene.COMENTARIOS