La moto deportiva nació como una especie de trasvase de información casi literal del terreno de la competición a las motos de calle. Para hacerlo posible, partieron de la premisa de que tenían que empezar a adaptar los motores y chasis que triunfaban en la pista, mientras que, poco a poco, fueron readaptando el flujo de información, lo que llegó a influir en el desarrollo de prototipos. Esto, comportaba que en cada década se produjese una ruptura tecnológica, y no una simple evolución.
Durante los años setenta y ochenta, la relación entre piloto y máquina era prácticamente física, los reglajes se iban afinando con la llave fija y el cronómetro, sin emplear esos sensores que midieran la presión de las ruedas, la flexión del chasis ni los algoritmos que predecirían un derrape. Cada modelo que se lanzaba suponía un salto y avance respecto al anterior, con discos de freno delanteros en vez de tambor, suspensión con carga de gas y los primeros carenados integrales, entre otros elementos.
Con el deseo de sentir lo mismo que lo que sentían los pilotos del mundo de la competición, por lo que se colocó rápidamente las superbikes en el centro del imaginario colectivo popular. Las revistas las exhibían junto a cronos y velocidades puntas imposibles, lo que hacían que los aficionados pudiesen llegar a comprar estas máquinas poderosas capaces de romper los registros más inquebrantables.

Los pioneros: Velocidad con olor a aceite
A comienzos de los años 70 la Kawasaki Z1 pasó a la historia con una moto bastante sencilla, pero sin duda resolutiva. Partía de un motor de cuatro cilindros de 82 CV, que junto a un chasis que seguía siendo de acero, con un motor compacto y semicarenado afilado, se confirmó que eran los primeros pasos para el mundo aerodinámico, algo que se reforzó varios años más tarde con la Kawasaki GPZ900R Ninja, que con refrigeración líquida, culata de 16 válvulas y capaz de llegar a los 250 km/h iniciaba una nueva etapa en el mundo de las dos ruedas.
Bien es cierto que las marcas europeas eran bastante más tradicionales que las asiáticas, algo que se veía con las biclindricas de gran cilindrada. En cambio, en Japón se apostó por unos tetracilindricos que eran podían de girar a más de 10.000 rpm, capaces de alcanzar unos regímenes de potencia extraordinarios y que suponía el preludio a la era racer – replica.
Se trataban de motos que no tenían grandes ayudas, sin electrónica prácticamente, y que potenciaban más el lado humano, con unas manos que controlaban lo que sucedía. Con un gran respeto. Una simple frenada mal dosificada era necesario para que el tambor trasero se bloquease, por lo que forjó a pilotos y llegó a generar grandes historias de heroísmo.

1985: el año cero del racer replica
La llegada de la Suzuki GSX-R750 se observó como se empezaba a fraguar un cambio de las reglas que había en ese momento. Venía con un chasis de doble viga de aluminio y con unos 179 kg en orden de marcha, llegaba a ofrecer una buena relación, peso y potencia, algo jamás visto en un modelo de producción de la época.
Venía con un motor SACS de refrigeración mixta aceite – aire, el cual llegaba a prescindir de los complejos radiadores de agua con la intención de ahorrar unos gramos y se consolidaba junto a una carrocería integral que acercaba la estética y la ergonomía a las 24h de Le Mans. Se trataba de la primera moto que un mero aficionado podría llegar a comprar, sin muchas complicaciones y siendo idéntica a la del mundo del endurance.
Con el concepto Slabside se llegó a imponer el minimalismo estructural, con dos vigas, un motor portante y un mínimo de soldaduras. Ese mismo dogma sentó las bases de la ingeniería deportiva moderna y llegó a forzar a Honda, Yamaha y Kawasaki con unos diseños más radicales. Con ese modelo de Suzuki, se consiguió que la clave fuese sentirse dentro de una moto de competición.

Antonio Cobas y el evangelio del Deltabox
En un momento donde Japón se centraba en rebajar los gramos de la moto, desde Barcelona, Antonio Cobas presentaba el futuro Deltabox, un chasis de vigas paralelas, el cual unía la pipa de dirección el eje del basculante, lo que suponía que se eliminase las flexiones indeseadas. Esa idea fue extremadamente radical, llegando a ser adoptada por parte de Yamaha en la TZ250 y en la FZ750.
Con ese movimiento, nacía la era de los chasis de aluminio extruido, permitía que la rigidez direccional se llegase a calcular al milímetro y la elasticidad transversal filtraba los baches sin descomponer la trazada. Al mismo tiempo, también experimentó con la fibra de carbono en algunos carenados y subchasis, llegando a adelantarse al uso masivo de estos componentes.
Los prototipos de Cobas llegaron a demostrar que la reducción de las masas tenía tanto impacto o casi el mismo en la manejabilidad como la potencia pura. El legado del ingeniero catalán no fue solo técnico, llegó a implantar una filosofía de diseño integral, que estaba formado por el motor, bastidor y aerodinámica, que se llegaba a concebir como un todo, siendo la antesala a la MotoGP actual.

La era peso – potencia: Ducati 916 y Honda CBR900RR
En 1992, la Honda CBR900RR Fireblade llegó a recortar su peso en casi 50 kilos respecto a sus rivales directos, lo que llegó a confirmar que una vez retocada la moto, se podía llegar a sumar unos caballos bastante importantes. Con 125 CV y 185 kg de peso, era una moto manejable y con la que podías disfrutar desde fuera, confirmando que con cada cambio de dirección se convirtiese en una pura acrobacia.
Desde Italia, dos años más tarde, la Ducati 916 llegó a elevar el listón estético y aerodinámico, con un colín más elevado, un escape bajo el asiento y un basculante monobrazo que llegó a convertirse en ese icono que todos querían replicar. Bien es cierto que era menos potente que la japonesa, pero con su trabajo aerodinámico, parecía que la entrega desmodrómica y un chasis multitubular muy corto, estuviese a la altura de lo que esperaban muchos.
Los dos modelos confiaban que menos masa y geometrías audaces daban como resultado motos más rápidas en carreteras reviradas que en rectas infinitas, lo que llevaba que el concepto flickability, se volviese como un mantra de marketing. Esto hizo que todos los fabricantes llegasen a replantearse todo, con basculantes más largos para transmitir par y los primeros ensayos en los túneles de viento.

De la pasión bruta al diseño con un propósito marcado
Las primeras décadas de la moto deportiva moderna fueron una combinación pura de instinto, potencia mecánica y voluntad de ir más allá. Desde las Kawasaki Z1 hasta las primeras GPZ, pasando por las legendarias Suzuki GSX-R750, el denominador común era la búsqueda de incesante de las prestaciones, sin muchos filtros ni artificios. Eran motos que se pilotaban con el cuerpo, manteniendo los sentidos en alerta, con el respeto que imponían sus reacciones más crudas. No había ayudas ni intermediarios: lo que pasaba entre tus manos y el asfalto era responsabilidad absoluta del propio piloto.
Ese carácter visceral llegó a definir a toda una generación de máquinas y motoristas. Sin embargo, al mismo tiempo, se establecieron los cimientos técnicos que luego serían imprescindibles para la evolución, donde la aerodinámica era la aliada, los chasis cada vez eran más rígidos y ligeros y la aparición de diseños inspirados directamente en motos de competición hacían el resto. A mediados de los años ochenta, la Suzuki llegó a cristalizar ese espíritu racer – replica, lo que llegó a establecer un nuevo paradigma, no se trataba de un motor potente, sino de lograr una plataforma perfectamente equilibrada entre potencia, manejabilidad y peso.
La aportación de Antonio Cobas desde Europa, con su potente chasis de doble viga y la introducción de un diseño estructural distinto que formaba parte esencial en el rendimiento, llegó a marcar el punto de inflexión definitivo. Por primera vez se empezó a entender que no era suficiente con tener partes individuales buenas, todo el conjunto tenía que funcionar como un solo sistema. Ese enfoque integral anticipó décadas de avances y llegó a posicionar la ingeniería como un factor tan decisivo como el propio motor.
Con la irrupción de la Honda CBR900RR y la Ducati 916, se confirmó que el diseño no era solo funcional, sino también emocional. La ligereza dejó de ser una obsesión exclusiva de los ingenieros para convertirse en un argumento de venta, y la estética se transformó en la experiencia de conducción.
Alejandro Delgado
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